sábado, 5 de setembro de 2009

El ciclo de un vocativo





He creado a Juan en prosa y en verso. Vocativo de mi soledad. Rima de mi pasión y superlativo de mi deseo. La escritura, la historia, el dibujo. Comencé por el dibujo. Yo quería que mi ficción tuviese una imagen que yo pudiera memorizar y repensar siempre en las mañanas. La primera idea que de Juan tuve fue la de una sombra cruzando una senda. Las piernas largas, cadencia firme al caminar y mucha coherencia. El sería coherente de pie a cabeza, desde el amanecer hasta el crepúsculo. Pero tendría una carencia de afecto no muy común en los hombres. Debería llorar por amor y tener deseos sencillos como levantarse en mitad de la noche para compartir una pizza con una mujer. ¡Qué digo! con una mujer no...Conmigo!!! Porque Juan era mío, todo mío. La idea de inventarlo surgió de mí. Le di la vida y por ello, nada más justo que ser exclusiva en la suya.
A Juan le gustarían las flores, todas las flores. Y él sería romántico para que yo no me sintiera ridícula. Tendría rasgos masculinos, simétricos, para compensar el desorden de mi inspiración. Múltiples facetas convivirían en él, la manera desparpajada de un poeta y la audacia de un intelectual, la inseguridad de un niño y la firmeza de un anciano, la dulce sonrisa y la misteriosa mirada, el discurso seguro y la libertad de decir, ocasionalmente, cosas sin sentido. Le gustaría leer y en las largas tardes de domingos abriría el libro rojo en la página marcada con una rosa seca para leerme poemas de Fernando Pessoa: "Ven a sentarte conmigo, Lydia, en la orilla del río..." y yo, Lidya de todas las horas, me dormiría con las últimas palabras del poema de Ricardo Reis: "Yo nada tendré que sufrir al acordarme de ti. Me serás suave a la memoria recordándote así -a la orilla del río- pagana, triste y con flores en su regazo."
Más allá de su vocación por la poesía, Juan habría de ser amable y caballero. Tendría ideas propias que discordaran conmigo alguna vez y debería ser capaz de decir "no" cuando fuese necesario. Hombre decidido que sabría lo que quiere, hasta dónde ha llegado y hacia dónde va. Un hombre que me sorprendiese con cenas a la luz de las velas y con paseos románticos. Compañero en una noche oscura y consuelo en mis frustraciones. Que no me dejase tan suelta, ni tampoco tan presa. Que de vez en cuando arrojase maíz a las palomas, pan a los peces y que le gustasen los animales.
En mi afán de tenerlo pasé días y noches enteras sin dormir, como una diosa que arrastra sus largas trenzas, con los ojos siempre puestos en la llanura, en el cielo, en el mar y en todas las páginas que me pudiesen ayudar a construir mi hombre ideal. Busqué el corazón de Juan en las olas del mar... y su alma en un ligero pájaro que sólo conoce lo transparente del mundo. Quise un Juan puro, libre y suelto, corriendo por un parque o por el sendero de una estrella. Le di la geografía del mundo entero, pero que me saludase siempre con banderas rodeadas de distancias. Su mejor cualidad? El amor. El debía amarme a pesar del viento que sopla las palabras en otras direcciones; a pesar de las mareas que llevan los buques a otros continentes, y a pesar del tiempo que insiste en enterrar siempre las palabras.
Cuando me fijé en Juan, con flores rojas en sus manos, no tuve dudas en correr y aceptar aquel cuerpo todavía lleno de espacios vacíos. Yo era un barco de verano anclando en un mar azul, trayendo el disfrute y creando situaciones. El mar estaba tranquilo, pacífico y lento como nosotros, pero cantaba en la distancia una lluvia fina que fascinaba nuestras miradas. Nos fuimos descubriendo poco a poco, como se descubre un país visto antes en un mapa. Líneas conocidas en el diseño abrían un horizonte mágico. Aprendimos los caminos de las manos y de las puntas de los dedos. Apuntamos en el mapa las referencias de nuestra identificación, medimos nuestras distancias con la lengua y rompimos todos los silencios con el sonido de nuestras respiraciones. Además, desafiamos todo concepto estético con nuestras coreografías nocturnas y dormimos el sueño de los bienaventurados. Teníamos entonces, el diseño y la historia.
Después de la cumbre de nuestra relación, Juan me saludaba cada vez menos. A menudo, perdí el sueño pensando que él podría estar aterrizando en lunas de otros planetas. Aprendí pronto que no tenía dominio sobre mi creación. Más que eso, perdí la sintonía con mi obra poética. Intenté modificarla, reinventarla, aceptarla ya con otras influencias, contenerla con poderes telepáticos... pero nada. Las noticias me llegaban lentamente, algunas veces ya vencidas. Juan vivía otras pasiones, pasiones silenciosas, contenidas, circunscritas.
En una tarde, enferma, mientras yo trataba de descubrir mi error, mi primer error, sentí los pasos sordos de Juan acercándose. Se movía con inconsistencia. Estaba lejos de ser el mismo. Amor desgobernado por los vientos de las maravillas. Distancias invertidas, direcciones opuestas, ojos que confabulaban palabras cortantes. Yo lo ataqué con la fuerza de una desequilibrada bestia herida, y caí con el cuerpo sangrante. No sé si fue por defensa, compasión o desprecio, sólo sé que Juan me mató, y me dejó flores para decorar mi muerte. Terminé como Lydia "triste, pagana y con flores en su regazo." Se hizo el dibujo, la historia y la escritura.



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