sábado, 23 de outubro de 2010

UMA VOCAÇÃO PARA MOSCAS


Uma vocação para moscas

          Às vezes me sinto um blefe. Como se estivesse em um lugar que não merecesse estar. Com a sensação de que meus algozes vão descobrir que eu não sou quem sou e me vão atirar no fundo de um vazio oco onde estarei para sempre voando em círculos como uma mosca tonta. A bem da verdade, já me sinto uma mosca. Uma tese para escrever e, em contrapartida, uma apatia surda fechando todos os nascedouros do pensamento. Se é que o pensamento tem um nascedouro de onde jorram as palavras que necessitamos para escrever. Com certeza, alguns privilegiados têm esse nascedouro. Wolfgang Iser tem. Theodor Adorno também. Clarice Lispector, para citar uma mulher, devia ter vários nascedouros. Um para cada estado de espírito. Eu, não. E se tenho a obrigação de pensar, penso em nada. Quanto maior o esforço, maior a nuvem de fumaça. Em pouco tempo concluo que o pensamento não nasce. Que o pensamento é um produto de segunda mão que pode ser adquirido a preços módicos, às vezes gratuitamente, conforme a necessidade do freguês; que o pensamento já está pensado e o que fazemos é apenas adaptá-lo aos nossos interesses. É certo que devemos estar atentos. Como em todos os ramos mercantilistas, pode-se comprar pensamentos com prazos de validades vencidos, deteriorados, outros que não se podem comprovar, utópicos, disfarçados, enganosos, mesquinhos, enredadores ou mesmo fatais. Difícil é encontrar o pensamento que possa representar a nossa identidade. Na falta dele, repensamos com os padrões divergentes. Começamos por contrariá-los, depois cortamos as arestas do que vai sobrepujar nosso limite teórico, eliminamos o que julgamos ser impurezas, acrescentamos certos adornos e o vendemos, também, agora com a nossa assinatura.
          Apesar de parecer um raciocínio simplista, trata-se de uma engenharia tão complexa como a construção de uma ponte. Creio que “ponte” é a metáfora exata para à situação, pois é o que nos permite atravessar o vazio e conectar nosso mundo com outros. Não é por acaso que pontífice, antigamente, significava construtor de pontes. A palavra vem do latim pons=> pontis, e o sufixo ífice significa construtor. Logo, pontífice é, primariamente, um construtor de pontes. Infelizmente, hoje está restringida para designar papas e arcebispos, que também não deixam de ser construtores de pontes, já não de concreto, nem de ferro, mas pontes espirituais. Claro que o uso não deveria ser tão reducionista. Há outros setores humanos edificando pontes. Algumas com uma arquitetura muito simples, mas com resultados extraordinários. Há até as pontes que vão do nada ao lugar nenhum, propostas por uma política de marketing, favorecimentos e etc. Trafegar por elas é muito arriscado, provavelmente se cairá no vazio. E o vazio é um lugar para moscas.
          Tomo um banho, lavo a cabeça com água fria para me livrar desses pensamentos inaproveitáveis, dessa poluição que lateja em meu cérebro, aleatoriamente, e me faz escapar do canal intelectual sem que eu tenha sinalizado nada. Preciso de pensamentos que façam avançar meu raciocínio, como fazem os filósofos. Os não-sofistas, pressuponho. Mas para canalizar esse pensamento é preciso livrar-me do resto. Mente limpa, mente sana! penso enquanto seco o cabelo. O espelho é um lugar ótimo para se forjar idéias frívolas e fazermos delas os sustentáculos dos nossos sonhos. Sobretudo quando somos mulheres. A vaidade nos proporciona um prazer incomensurável. Ao mesmo tempo é uma violência que pode nos destroçar. Criamos argumentos miraculosamente fúteis para justificar nossas ações. E a ação é uma prática determinada pelo pensamento. É tão perigosa a vaidade, pode fazer-nos verdadeiras moscas dependentes do pensamento alheio. Há uma indústria criando verdades para os vaidosos, erigindo ciladas em todos os níveis. E quem nunca caiu em uma, que atire a primeira pedra. A vaidade nos deixa débeis e facilmente reconhecíveis. Somos presas fáceis das promessas miraculosas. Falta-nos criticidade? Óbvio que sim. Bom senso também. A propósito, observo meu cabelo que me parece bastante opaco. Examino as pontas, olho as raízes... quem imaginou que eu abandonei a tese para alimentar a vaidade, acertou na mosca.

Lucilene Machado

domingo, 3 de outubro de 2010

ROSAS ROJAS



ROSAS ROJAS

        Aquel hombre cabía entero en los ojos de ella. Cabía en sus manos suaves y ávidas por acariciar. Sería capaz de envolverlo con la tela de sus sentidos. Emboscadas de manos y miradas. Miento, los ojos no ven nada cuando las manos son tentáculos de hembra carnívora. Era un hombre que tenía el tamaño exacto de su deseo. Encajado en sus contornos, íntimos de axilas y muslos, harían la sublime coreografía del amor. ¿Cómo sería su aliento, su aroma... su cuerpo mojado de pasión?
        Por él sería capaz hasta de convertirse en una auténtica ama de casa, inclusive cocinar y lavar ropa. Sería capaz de almidonar y planchar sus camisas blancas una a una, mientras él le besara la nuca, encontrando sensual su aire despojado de entrecasa, y le preguntase en susurros: «¿Estás vestida así para mí?» Claro que sí. Vestida y desvestida, siempre para él. Ahí, él se aprovecharía de la fragilidad de ella y realizaría sus fantasías de macho detrás de puertas y ventanas. ¿Aquel hombre de metro ochenta fantasearía con mujeres frágiles y desvalidas? Por supuesto que no. Parecía más bien una roca inconmovible. Un hombre de alma helada e impenetrable. Individualista, pagado de sí mismo... un verdadero narciso.
Bien, no podía quejarse tanto, hasta que él demostró interés en sus ideas. Y aún cuestionó si ella estaba comprendiendo su punto de vista. «¡Sí! ¡No!» Ella tartamudeó al decir lo que pensaba sobre las relaciones. Las mujeres especiales suelen confundirse. Y los hombres demoran a descubrir eso. ¡Hombres, tan directos y objetivos! La encontró tensa. ¿Tensa? ¡Por favor! Apenas quería las cosas formalizadas. Era romántica... «Romántico también lo soy yo, cariño». Se sintió ingenua. No, más que eso, se sintió infantil. Ni sabía ya lo que era romanticismo. “¿Cómo podría pensar en compromisos y formalidades después del cambio de siglo? Ahora las cosas sucedían espontáneamente a su tiempo. ¿Comprendes?”, preguntó él sin mucho interés en la respuesta. Pero ella sentía la ansiedad pulsando en su piel y precisaba dar una respuesta para mantener el equilibrio de la charla y dejar clara su reputación. Y habló. Sus argumentos jamás habrían de convencerlo, pero no por ello dejó de ser auténtica. No si acostaría con él sin que se estableciesen vínculos de intenciones futuras. ¿Acostarse? No, él habló de noche de amor. Así, sin muchos rodeos, del mismo modo en que la había invitado a cenar.
        Mientras ella hablaba, él se distrajo varias veces mirando a los transeúntes. ¡Qué aburrimiento! Había perdido la noche invirtiendo en una mujer con conceptos ya superados, pasados de moda. ¿Reputación? ¿Y cómo iba él a adivinar? Creía que ya no existía esa especie de mujer... Y pensar que la había escogido a dedo. ¡La más hermosa mujer de aquella noche, y cómo bailaba! Esperó una semana para el encuentro, estaba lleno de expectativas... ¡Pensó en todas las posibilidades! Sería capaz de enloquecerla entre cuatro paredes. Besaría suave su cuello delgado, la oreja, la boca... le haría masajes, caricias, y sorpresas de las cuales ella jamás se olvidaría. Ella iba a quemarse en la fiebre y le devolvería los ojos verdosos encendidos, enmarcados en el castaño rojizo de su pelo. Sería capaz de llevarla en brazos hasta la cama, o simplemente apreciaría su andar de bailarina, que ahora ya no baila pero mantiene la gracia y la cadencia. ¿Cadencia? No, es que ella tenía vocación. Vocación para la ligereza, como una mariposa que bate las alas, posándose de flor en flor. Sería capaz de enviarle a ella una docena de rosas rojas al día siguiente. Tal vez fuese mejor rosas blancas... no, lo mejor eran las rojas. Las mujeres adoran las rosas rojas. ¿Y por qué no? Sólo que no le daría el número de teléfono, eso no. Ella podría llamar e insistir en que pasaran el domingo en el parque, o quién sabe, quisiera una cena íntima preparada por ella. La segunda opción podría ser irresistible. Ella en un vestido negro ajustado al cuerpo, sin breteles... cena a la luz de las velas... pero, y si ella insistiese en presentarle a los hijos, mostrarle el perro, el gato... fotos viejas, ella bailando en el Municipal... ¡No! No quería perder el tiempo con eso. Después hasta podría pensar que él era su novio. Qué cosa anticuada, una mujer llamando a su trabajo, preguntando dónde había cenado, dónde había pasado la noche... ¡Eso no! Sabía cuánto costaba la libertad. No tendría más paciencia para ser marido, novio, o cualquier papel semejante. En un gesto sutil llamó al mozo y pidió la cuenta.
        Ella bajó los ojos tristemente. Sobre la mesa, esculturas que había hecho con miga de pan. Aplastó con el dedo una hormiga roja y solitaria que surgió arrastrándose, como implorando una migaja. ¡Oh, Dios! Migajas, era eso. En el mantel blanco, el rastro enojoso. Era el cuerpo. Pan partido, vino derramado. Jamás tendrían esa comunión. Se sintió indignada. Se retiró sin esperar ninguna gentileza. Apenas algunas palabras así, al acaso, como «gracias por la invitación» y «gracias por la compañía». Podría haber resistido un poco más, pero era muy delicada. Y los delicados tienen poca resistencia. Resta decir que apenas sé que ella pasó el día siguiente arreglando su casa. Cortando, delicadamente, con una tijerita de uñas, los cabos de un bouquet de rosas rojas. Hacía eso con extremo placer. Después las colocaba una junto a otra dentro de un jarro de agua. Todas con el mismo corte oblicuo y el mismo tamaño. Se obligó a comprender que las rosas no hablan, jamás. Ni siquiera las rojas.

Lucilene Machado